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sábado, 17 de noviembre de 2012

El cadáver de la marioneta

Decir que la Literatura ha muerto es a la vez empíricamente falso e intuitivamente cierto. Según la mayoría de datos estadísticos, el diagnóstico es acertado. Hay más lectores y escritores que nunca. El crecimiento de internet indica, en cierto sentido, el aumento de una cultura profundamente alfabetizada. Tendemos a mandar mensajes, en vez de hablar. Ahora más que nunca publicamos comentarios por escrito, en vez de observar o escuchar. Se suele citar el dato de que el número de diplomados en programas de escritura es superior al número de londinenses en tiempos de Shakespeare. Como dice Gabriel Zaid, autor de Demasiados libros: la proliferación exponencial de autores apunta a que el número de libros publicados pronto eclipsará al de la población humana. Pronto habrá más libros que personas han existido desde el principio de los tiempos. Tenemos bibliotecas enteras en los móviles, libros (disponibles o descatalogados) a los que podemos acceder con sólo mover un dedo. La todopoderosa Amazon, la infinita Feed, la inagotable Aggregation, la Wikisabiduría, las recomendaciones, favoritos, listas, críticas, comentarios... Vivimos en una época de palabras sin precedentes.

Con todo y con ello... en otro sentido, conforme a un criterio diferente, la Literatura es un cadáver, y lleva además mucho tiempo frío. Intuitivamente sabemos que así es, lo sentimos, lo sospechamos, lo tememos y lo aceptamos. El sueño se ha desvanecido, nuestra fe y nuestro asombro han huido, hemos dejado de creer en la Literatura. En algún momento de la década de los 60 el gran río de la Cultura, la Tradición Literaria y el Canon de las Obras Sublimes se empezó a ramificar, rompiéndose en una miríada de afluentes, discurriendo con lentitud por las llanuras del delta cultural. En una cultura sin verticalidad, la Literatura sobrevive como referente primordial del efecto de realidad, o como un diploma menor otorgado por una universidad recién privatizada. Ahora bien: ¿qué era antaño la Literatura? La Literatura eran nombres como Diderot, Rimbaud, Walser, Gogol, Hamsun, Bataille y, por encima de todos, Kafka: revolucionario y trágico, profético y solitario, póstumo, incompatible, radical y paradójico, refugio de oráculos y outsiders. Kafka planteaba retos a base de emoción, su objetivo era romper moldes, alterar lo existente, a base de describir, sí, solo que sus descripciones eran devastadoras; se situaba fuera de la cultura a fin de observar bien su interior, o se instalaba en el interior de la cultura, para ver bien qué había fuera. Nadie escribe ya obras así, impregnadas de este espíritu. O, más bien, siguen existiendo, pero sólo como una parodia de modelos pasados. La Literatura se ha convertido en una pantomima de sí misma, su peso en la cultura está sobrevalorado, teniendo en cuenta que sus acciones son unidades infinitesimales que valen calderilla en el mercado de la bolsa.

¿Cuáles son las causas de tamaño declive? Se puede señalar la caída de antiguas clases y estructuras de poder, como la iglesia, la aristocracia y la burguesía. Estas grandes instituciones que lastraban el avance de las energías modernistas se han disuelto. Como la paloma de Kant, que para atravesar el aire en vuelo libre precisa de su resistencia, también el escritor necesita sentir una especie de resistencia por parte de la Literatura; el escritor necesita oponerse a algo, en su lucha por alcanzar algún logro. Y ¿a qué oponerse cuando no queda enemigo contra el que luchar? Se podría hablar de la globalización, de la absorción del planeta entero por el mercado mundial, cuyo efecto ha sido el debilitamiento de las antiguas formas culturales así como de las literaturas nacionales. Vemos cómo se eleva la idea de individuo a un punto en que el concepto mismo de idiosincrasia se convierte en un lugar común, un punto en el que términos como yo, alma, corazón y mente son jerga demográfica. Nuestra idea de lo que es tradición se ha reducido a algo tan exiguo que no tiene sentido plantarle cara; no quedan autores del pasado a los que hacer frente. Se podría apuntar como causa el populismo de la cultura contemporánea, la disolución de los antiguos límites entre arte culto y popular, así como el debilitamiento de nuestros recelos ante el poder del mercado. Hoy día, los escritores trabajan en concierto con el capitalismo, más que adoptando una postura en su contra. No eres nada si no vendes, si tu nombre no es conocido, si no acuden decenas de admiradores cuando firmas ejemplares de tus libros. Y también podríamos señalar la banalidad de las democracias liberales; al tolerarlo todo, al absorberlo todo, nuestro sistema político no da licencia para nada. Hubo un tiempo en que el arte fue oposición, pero actualmente ha sido fagocitado por el aparato cultural, y la idea de seriedad se ha visto reducida a una especie de producto kitsch para consumo de la Generación X, Y o Z. No nos faltan temas a los que enfrentarnos con seriedad: la atmósfera está en ebullición, las reservas de agua se están desecando, las dinámicas políticas nos empujan a la ingenuidad de cruzarnos de brazos como si la catástrofe no fuera con nosotros... y en medio de todo esto la Literatura ha perdido la capacidad de dar cuenta de esta tragedia. La globalización ha aplastado la Literatura, reduciéndola a un millón de nichos en el cementerio del mercado. La prosa se ha convertido en un producto más: algo agradable, llamativo, exquisito, laborioso, respetado, pero irremisiblemente insignificante. Ya no se escriben poemas que llamen a la revolución, ya no se escriben novelas que desafíen a la realidad. Ya no.

La historia de la Literatura es como el eco que reproduce una cámara de sonido, que va debilitándose con cada nueva reiteración. O, para emplear otra metáfora, se podría decir que la Literatura era, a fin de cuentas, un recurso finito, como el petróleo, como el agua. Cada nueva manifestación literaria ha sido una prospección que ha ido mermando las reservas hasta acabar con ellas. Si la historia de la Literatura es la historia de los movimientos literarios y sus posibilidades, entonces hemos alcanzado el punto en que el modernismo y el postmodernismo la han agotado. El postmodernismo, nombre que en el fondo no hace más que añadir al modernismo una dosis de desesperación, nos ha conducido al final del juego: todo está a nuestro alcance pero nada nos sorprende. En el pasado, cada gran afirmación contenía un manifiesto y cada vida literaria era una invitación a la heterodoxia; pero hoy todo es fotocopia, nota a pie de página, gesto teatral. Ni la originalidad misma es ya capaz de sorprendernos. Hemos presenciado tantos ejercicios de estilo y forma que incluso algo original en cada uno de sus componentes contiene la novedad como meta-cualidad y así nos resulta, paradójicamente, reconocible al instante.

Algunos optan por tocar los clarines del pasado, reclamando el regreso de las viejas formas, exigiendo que la Cultura vuelva a subirse a su viejo carruaje, proclamando la vigencia del concepto de autoridad literaria. Pero estas exigencias grandiosas o son vistas con recelo, o resultan irrisorias o nadie hace caso de ellas. Los “clásicos”, de la antigüedad hasta el presente, son repertorios rutinarios, como el Cascanueces en Navidad. El prestigio literario sólo existe como una forma litúrgica, tan pintoresco como una monja en el metro. ¿Quién, sino los más pomposos escritores de la tercera oleada, se toma a sí mismo en serio como Autor? ¿Quién se atrevería a soñar con archivar sus e-mails y tweets para que los lea agradecida la posteridad? La reclusión de Blanchot ya no es posible, al igual que el exilio de Rimbaud o la muerte adolescente de Radiguet. Ya no se rechaza ni ignora a nadie, puesto que se publica a todo el mundo instantáneamente, sin esfuerzos ni reflexión. La idea de autor se ha evaporado, siendo sustituida por un ejército de obreros de la tecla, que trabajan codo con codo con los publicistas y los programadores.

Se podría argüir que deberíamos estar agradecidos por este nuevo orden. ¿No es estupendo, al fin y al cabo, tener como hobby ser todo un novelista? Que los demás puedan leerte. ¡Menuda sorpresa! Que la gente leyera ficción sería de por sí una sorpresa. Tus amigos y tu familia también creen que es estupendo. ¡Así que has publicado una novela! ¿La gente aún lee novelas? ¡Quién lo hubiera dicho! Para tu círculo de amigos, el hecho de publicar una novela es más importante que lo que pueda contener. El hecho de que tu nombre aparezca en Google acompañado de algo más que fotos en que se te ve desnudo en la bañera es ya algo. Y así, el prestigio de ser un verdadero autor cede ante la frívola idea de fama literaria, algo efímero que se olvida rápidamente.

¿Qué es tan terrible, entonces? Entre los puestos del mercado se escucha un parloteo fascinante, el ruido de una vida estable. Que brote un millar de flores y todo eso. Tal vez la muerte de la Literatura sea el síntoma del fin de algo que ha dejado de ser necesario. Tal vez debamos aceptar esta muerte. ¿Para qué evocar el espectro pantomímico del poète maudit, las sombras burlonas de Rimbaud o Lautréamont, con su botella de absenta y los ojos inyectados en sangre? Para los más prácticos, el fin de la Literatura no es más que el fin de un modelo melodramático, una falsa esperanza que ha seguido el camino del psicoanálisis, del marxismo, del punk rock y de la filosofía. Pero quienes somos menos pragmáticos nos damos cuenta de lo que se ha perdido, lo vivimos. Junto con la Literatura perdemos la posibilidad de la Tragedia y la Revolución, las últimas modalidades de Esperanza que teníamos a nuestro alcance. Y cuando desaparece la posibilidad de lo trágico, nos hundimos en una forma de pesar sin atributos, una vida cuya enorme tristeza carece de grandeza trágica. Ansiamos la tragedia, pero ¿dónde encontrarla, cuando sólo hay lugar para la farsa? La burla y el desdén son hoy las únicas reacciones que se dan cuando alguien lee en público un nuevo manifiesto. Todos los esfuerzos son tardíos, todos los intentos son impostados. Sabemos lo que queremos decir y oír, pero los nuevos instrumentos a nuestro alcance no duran mucho tiempo afinados. No podemos repetir fórmulas antiguas ni probar fórmulas nuevas, ambas posibilidades se han alejado telescópicamente de nosotros, reducidas a algo que nos suena. Somos como payasos de circo incapaces de estrujarnos todos juntos en un cochecito. Las palabras de Pessoa nos resuenan en los oídos: “Ya que no podemos extraer belleza de la vida, busquemos al menos extraer belleza de no poder extraer belleza de la vida”. Esta es la tarea que se nos ha encomendado, nuestra mejor y única salida.

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